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Reflexiones de una mente inquieta

El acervo

En mi cuarto, la hora del cuento era sagrada. Si podían ser por teléfono, con Rodari, tanto mejor, pero me servía una Nana Bunilda, un Príncipe Feliz, una bruja Gertrudis. Me subí a tantos barcos de vapor que ya no puedo ni recordar cuántos billetes llevaré a las espaldas. Ahora que tengo una edad, me doy cuenta de que mis mejores momentos como lectora nunca volverán. Puedo hacer un esfuerzo consciente por desterrar cosas que no aportan nada a mi vida, como las incontables tardes de angustia vacía y autoflagelación constante. Puedo reordenar mis prioridades, ser persistente, guardarme esa hora al día que siempre tenía para lo que importaba, trabajar menos las letras para ser capaz de disfrutarlas más. Puedo intentarlo y engañarme todo lo que quiera. Haga lo que haga, jamás leeré como lo hacía entonces: con ojos nuevos y un hambre insaciable, dando vueltas al mismo doble ejemplar de los cuentos de los hermanos Grimm hasta que en la ficha de la biblioteca dejó de aparecer otro nombre que no fuera el mío, sin sentir nunca que rebuscar entre las mismas palabras que la semana anterior fuera un ejercicio inútil o una pérdida de tiempo. Leer no fue nunca una prueba de productividad para mí. No estaba compitiendo con nadie.

En tiempos sin blogs, reseñas, vídeos o una guía del buen padre con las mejores lecturas, los míos fueron siempre el espíritu del buen librero; un experto en casa que actuaba por instinto y que encontraba cada 23 de abril un nuevo mundo perfecto que regalarme en el mejor día del año. No sé cómo lo hacían. Algo de olfato y de buen gusto habría. El caso es que las historias nunca dejaron de llegar y yo tampoco dejé de salir a buscarlas. Cada semana, de camino hacia algún recado, el desvío a la biblioteca era indisputable. Ir al médico ofrecía la expectativa de aprovechar el viaje, doblar la esquina y subir al primer piso de aquel edificio de ventanas azules para encontrar un nuevo libro de pócimas. Las casetas de la Feria del Libro eran mi montaña rusa favorita, el chute de adrenalina que esperaba cada año como agua de mayo. El colegio ganaba diez mil millones de puntos una vez a la semana, entre aquellas vitrinas transparentes con posibilidades infinitas en las que descubrí cómo está hecho un cohete, qué hay en un castillo medieval y qué pasa cuando te acabas toda la obra de Roald Dahl. «Lo siento, Nieves: hace unos años que ya no puede escribir más». Pocas veces he sentido una pena tan inconsolable.

Con aquellos primeros libros aprendí lo que era un abogado de pleitos pobres, que la vida nunca había sido (ni iba a ser) solo un carnaval, que nada te hace relucir como la bondad, que hay palabras intrigantes que no se estudian en el cole, que hay niños que tienen que abrir puertas a otros mundos porque tienen menos suerte que tú, que a la tristeza hay que abrazarla hasta que se vaya y que la soledad no tiene nada de malo si llegas hasta ella por elección propia. Solo hay que saber soltarse a tiempo, antes de que te coma. A aquellos autores les debo mi forma de observar el mundo, de relacionarme con él y de gestionar mis sentimientos. Es muy probable que me hayan ahorrado cientos de miles de euros en psicólogos. Sin ellos, mi incansable empeño por ser yo misma, pese a todo, habría sido imposible. Les debo la libertad de haber podido elegir en quién quería convertirme antes de que llegara siquiera a entender los aspectos más complejos de mi existencia. Y son, sin embargo, los más olvidados, los relegados a un plano casi secundario, lejos de la élite intelectual. Llevan la letra escarlata del que aspira a contar historias sencillas. Si la élite intelectual entendiera la complejidad que entraña esa tarea, quizás la industria sería distinta.

No voy a fingir que conozco en profundidad cómo funciona, aunque una no es tonta e intuye cosas. Con las ganas que tengo de escribir, qué pocas me quedan de adentrarme en esa selva: tengo en casa a dos expedicionarios que salieron corriendo de ella. Qué poco me dicen ya las estanterías llenas, los alardes del acervo personal, las recomendaciones huecas. Cómo me abruma la sección de novedades. Hasta qué punto me agota navegar en una corriente infinita de palabras que ni siquiera sé a dónde llevan. Qué pocos números tengo yo en este interminable concurso de frágiles bellezas torturadas. Cómo odio la continua pugna por estar al día, por ser el mayor experto en una ciencia efímera, por llevarte a la cama la mejor edición. Qué imposible me resulta abrir otro libro y no jugar a la literatura comparada. Menuda mierda la deformación profesional. Cuánta tristeza.

Cuánta tristeza, hasta que leo esas primeras letras que se agarran con fuerza a aquella niña que aún atesora la parte buena. Esa cuyos recuerdos más preciados incluyen, casi siempre, un libro delante, bajo el brazo, en la mano o en el punto de mira. Y es por eso que me niego a dejar de viajar, aunque mis aventuras no sean tan frecuentes. Me niego a que nadie me diga cuánto es suficiente como me negaba entonces a oír la palabra «demasiado». Me niego a dejar de sentir que hoy es un día especial y lo seguirá siendo, aunque no abra otro libro en mucho tiempo, hasta que esa niña ya no esté.

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