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Reflexiones de una mente inquieta

El tren de la bruja

Platos recogidos. Polvo limpiado. Camas hechas. Suelo reluciente. La cocina todavía huele a chocolate y sobre la encimera reposa una pila imposible de galletas. El minutero mira fijamente a Muriel y ella, aguja en mano, le devuelve el pulso estoica desde la mecedora. Tiene una cita semanal ineludible desde que olvidó regar las plantas del porche hace un mes; Manuel siempre se había entendido mejor que ella con otros seres vivos. Son las cinco en punto y ha llegado la hora de tomar posiciones.

El primer día solo escuchó susurros por debajo del alféizar. El segundo intuyó un complot. El cuarto las sospechas tomaron forma. El décimo, el plan estaba casi listo para ejecutarse.

—Te digo que es una bruja. La verruga de la frente, el humo de las pócimas que sale por la ventana, la hiedra venenosa de la entrada… Está clarísimo.
—¿Y si nos secuestra y nos cocina? ¿Lo habéis pensado?
—Yo me quiero ir. ¡¡¡Como nos pille, mi madre me mata!!!
—Bajad la voz, caguetas. Nos va a oír, las brujas tienen supersentidos. Sois unas mierdecillas de gallina. Lo haré yo, como siempre.

A cada lado de la puerta, un brazo en tensión. Él, mano al bolsillo; ella, mano a la escoba. No se ha visto un duelo así desde que el oeste era lejano. Y entonces la puerta se abre. Nota al suelo. Escoba al aire. Risas maliciosas. Papeles interpretados con maestría. Queda inaugurado el tren de la bruja.

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Comentarios

2 comentarios

  • Me ha recordado una anécdota de mi abuela cuando era pequeña. Ella y sus amigos hacían lo mismo con una vecina anciana a la que, de vez en cuando, le tocaban en la puerta para pasarle por debajo guindillas y polvos picapica. Ellos se marchaban sin chocolate y galletas, por supuesto.

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