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Reflexiones de una mente inquieta

Uno de los nuestros

No sé cuándo dejé de intentar ser alguien para los demás, pero creo que me hago una idea. Es el sentimiento más liberador del mundo, saberse dueña de una misma, sin condiciones, sin la extenuante búsqueda de una validación externa inútil y contraproducente. Limitarte a ser lo que eres y esperar que sea suficiente para una escueta lista de seres importantes. Perfeccionarte porque es lo correcto y no lo necesario. Entender que ya has crecido sin renunciar a perderte en el laberinto o a quedar para beber el té de las cinco con una versión en miniatura de ti misma. Encontrar en el rincón más inesperado a un ente raro que ya haya pasado por los mismos sitios que tú y hablar sobre cosas de lo más mundanas. Le diría al conejo blanco que mejor llegar tarde que no llegar, pero quién sabe dónde se habrá metido. Casi prefiero que no vuelva.

Hay ciertos temas universales sobre los que tú y yo hemos leído mil veces, pero, por algún motivo, nunca basta con saber lo que viene: si no recorres el camino con tus propias piernas, no sirve de nada que te lo cuenten. El tiempo es un círculo plano, se atisba el eterno retorno, el uróboros, la historia interminable. La misma cantinela contada de otra forma. Es una idea más vieja que el mundo y algunos de nuestros predecesores gustan de recordárnoslo de la peor manera. «Cuando seas mayor lo entenderás». Siempre he odiado esa frase por diversos motivos que no vienen al caso. El principal, lo tengo claro: este tipo de afirmaciones categóricas eliminan, por un lado, cualquier ejercicio posible de reflexión o empatía y, por otro, la altísima probabilidad de que los años no te confieran, como por arte de magia, el don de la clarividencia. Pero encierran su parcelita de verdad. Cómo me jode.

Si analizamos el recorrido existencial de un ser humano medio desde el punto de vista más tópico posible, lo que nos cuentan es que hacerse mayor y ser adulto consiste en independizarse, para empezar. Luego en formar una familia. Ser padre al fin para poder comer huevos. Tener un trabajo, comportarse como una persona responsable, vivir en sociedad, ser parte de un grupo, limpiar el baño dos veces por semana, comprar un SUV, veranear en la costa después de siete meses productivos, tener una opinión sobre casi todo. No sé hace cuántas pantallas que se supone que me pasé la vida. No creo que nada de eso tenga que ver con la madurez. Es algo mucho más sencillo y más complicado. Para mí consiste en existir sin depender de nada ni nadie, en intentar no necesitar ayuda pero ser capaz de pedirla y tener a quien acudir cuando el tiempo apremia, en querer pertenecer a algo sin que ese algo te fagocite.

Como le suele ocurrir a toda la gente que va madurando, independientemente de su edad, ahora me resulta entre aterrador, enternecedor y divertido ver en otros los mismos tercos intentos de lanzar un mensaje al mundo en los que yo también me atrapé durante tantos años. Mírame. Esto es lo que soy. Estas cosas que tanto me gustan y que tan a menudo hago cuentan más sobre mí que cualquier conversación posible. Me definen. Y esto es lo que pienso sinceramente sobre… no, mejor eso me lo guardo. No me quites el carnet, te lo ruego. Menudo concepto.

Tener pasiones, aficiones y hasta vocación puede ser maravilloso. Hablamos de herramientas casi vitales para intentar olvidar convenientemente que formamos parte de un conjunto de seres prescindibles que flotan perdidos en la inmensidad del universo. Pero estamos aquí. Puestos a verlo todo así, mejor apagamos las luces y nos vamos. No, qué desperdicio: lo suyo es hacer algo con todo este entuerto. Hasta ahí todo bien. El problema es que hace tiempo que no compartimos lo que nos fascina, nos hace pensar o nos lleva a movernos. Lo vendemos. No siempre al mejor postor, fíjate qué absurdo. «Cuando las personas hablan en redes sociales como marcas y las marcas intentan hablar como personas», que decía Carmen Pacheco. Y hay que ser parte de algo, lo que sea, tú eliges. Pero elige. Hazlo ya. Tic, tac. Te mueres. Se te pasa el arroz. ¿En qué equipo estás? No esperes más. Selecciona con cuidado tu parcela de gregarismo y endogamia. ¿No querías pertenecer a algo? Que sea lo mío. Lo mío es lo mejor. Hay cosas que están bien, claro, pero si hablamos de lo esencial, lo principal, lo que debe ocupar la mayor parte de tu tiempo, sabes que hablamos de lo mío. Mala suerte. Ya no queda sitio. Hasta luego.

La línea entre la sana interacción con otros humanos semejantes y el sectarismo es tan fina que a veces es inapreciable. Para verla, antes hay que intentar buscarla. Con voluntad. Con paciencia. Con asiduidad. Con esmero. Y, sobre todo, con la capacidad de entender que quizás, alguna vez, tú también estuviste en el lado equivocado.

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