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Reflexiones de una mente inquieta

La maqueta

Basado en El verano feliz de la señora Forbes y dedicado a Cristina Ortiz por devolverme las ganas de escribir a golpe de ejercicio. Este fue, sin duda, mi favorito.

Querían llamarlo Norberta, pero ni fue niña, ni rubio, ni mucho menos un héroe. Tampoco sentía aprecio alguno por Alemania; se esforzaba en demostrarlo año tras año, cuando iba a visitarlo a su casita en La Pampa. Me recibía con una sonrisa tan falsa como su presunta felicidad y acababa por apartarme para soltar el mismo discurso lastimero y victimista de siempre, que concluía con un «más vale que tengas la boca tan bien cerrada como el año pasado». Qué irónico. Si tenía la conciencia intranquila, mi hermano lo disimulaba muy bien. Tenía dos hijos rubios como el heno y se había casado con una chica sueca, Sigrid, a la que conocimos durante la investigación de la muerte de la señora Forbes. Vivía en una de las casas del vecindario, pero sus padres viajaban muy a menudo (incluso más que los nuestros) y apenas si la vimos aquel infeliz verano.

Siempre creí que mi hermano se rodeó de lo que más daño le hacía para superar aquello. O, al menos, esperaba que así fuera. De lo contrario, tenía que asumir que se había convertido en uno de aquellos mafiosos de las películas que veíamos juntos en el cine de verano. Y no quería pensar que su indiferencia era cierta, que aquel discurso era solo una forma de demostrarme quién era el fuerte y no un signo de arrepentimiento. Que no era un buen actor, sino un hombre frío y apático. Año tras año.

Yo, sin embargo, no lo olvidé jamás. Desde la muerte de la señora Forbes, me esforcé por cambiar. Intenté hacer, voluntariamente, todo lo que ella nos había pedido durante aquellos meses. Así, pensando que tenía una deuda con ella, empecé a obsesionarme con el tema. Al principio guardé el silencio que mi hermano me suplicaba porque, sin duda, su asesinato no fue obra de ninguno de los dos. Todo lo que quedó fue la intención y era absurdo confesar un crimen que no se había producido. Tampoco tenía aquel miedo que invadía a mi hermano, porque sabía que alguien acabaría considerando que un niño de nuestra edad no estaba física o psicológicamente capacitado para matar. Simplemente, nos habrían tratado como a dos pobres chiquillos trastornados por una escena tan macabra. Pero, con los años, fue otra cosa la que mantuvo mi boca cerrada. Él siempre pareció convencido de que estábamos exentos de culpa, mientras yo destrozaba mi vida pensando en aquel crimen.

Me mudé a Argentina con 27 años, tras la muerte de nuestro padre. Sabía que mi hermano estaba cerrando tratos allí y pensé que recuperar un poco de calor familiar no podía ser una pérdida de tiempo. Por supuesto, me equivoqué. Aunque él terminó estableciéndose allí y yo vivía en Mendoza, no tardé mucho en darme cuenta de que mis visitas no eran bien recibidas. Sigrid y los niños suavizaban la tensión entre nosotros sin darse cuenta, pero aquella situación no se sostuvo mucho tiempo y reduje mis visitas a una al año. Él tenía una familia que cuidar y mantenía su mente distraída. Yo era incapaz de relacionarme y no encontré un trabajo que me durara más de un par de meses. A medida que su vida cobraba color, la oscuridad se tragaba la mía. Jamás pensé que acabaría siendo alguien tan lúgubre. Desde pequeño me movió la curiosidad, las ganas de ver mundo. Lo había heredado de mi padre, aunque me fastidiaba reconocerlo. Pero acabé allí, pasando cada uno de mis días en un piso minúsculo, vaciando botellas de oporto como solía hacer la señora Forbes. Incluso aprendí alemán. Canté y lloré tan alto, tantos días, que me echaron del edificio y me quedé en la calle. Así, alcancé el futuro que nunca quise para mi hermano.

Mi patetismo era evidente y, aunque él nunca fue el más sagaz de los dos, no tardó en darse cuenta de mi inminente autodestrucción. Una noche vino a buscarme a la fábrica donde dormía. Se paró ante mí con la misma cara que puso al ver el cadáver de la señora Forbes.

―No puedes seguir así ―dijo con su habitual tono airado―. Das pena.

―A esa rata de allí no le molesta ―contesté entre dientes―. No está bien contradecir a la familia.

―Dudo que estés en posición de hablarme así. Te has convertido en un borracho, un depresivo y un idiota. Un proyecto de alemán de mierda. Quién sabe si en un drogadicto también. Si papá te viera, volvería a morirse, pero de vergüenza.

―Te tomas muy a la ligera eso de la muerte, ¿no, hermanito? ―dije con una mueca socarrona ―. Me pregunto qué diría la señora Forbes sobre eso. ¡Qué digo! Quién mejor que yo para saberlo. He vivido como ella, enano, y sé lo que diría. Diría: «Ese maldito mocoso me apuñaló tan fuerte que lamenté no haberle echado un pulso antes». En su perfecto alemán. A medianoche. Con un vasito de oporto. ¿Lo has probado alguna vez? Sabe a gloria, a playa, a…

―Ni se te ocurra volver a casa. Y olvídate de acercarte a los niños, o te juro que te mato. Con un poco de suerte, serás el festín de esa rata dentro de unos días, quizá unos meses.

Y, sin esperar más respuesta, se marchó con tanta furia que estallé en carcajadas y el silencio del edificio se llenó con un eco siniestro.

―¿Me matarás? ¡Me matará, ratita! Claro que me matará, ¡si es un asesino de mierda! No sabe hacer otra cosa, ¿verdad? ―grité mientras echaba el último trago de oporto y veía la figura de mi hermano alejarse, sin mirar atrás.

Al día siguiente, me desperté con una resaca de las que hacen historia, pero solo podía recordar una cosa: la cara desencajada de mi hermano y la palabra «niños». Retumbaba en mi cabeza como si fuera un gong, con la voz de la señora Forbes. No sé si fue la locura, la desesperación o la mirada sarcástica que me dedicaba la rata, pero decidí recoger mi gabardina del suelo a toda prisa y atravesé el parque a zancadas, hacia el centro de la ciudad, dispuesto a gastar todo el dinero que me quedaba en un autobús hacia Santa Rosa. No me costó mucho encontrar su nueva casa: era difícil no ver un monstruo de tales proporciones. Era el monumento a la ostentación más absurda que el capitalismo había podido crear. Me quedé un rato mirando la fachada y saqué la conclusión de que mi fábrica no estaba mal. Al menos un borracho obsesionado con una institutriz alemana no se habría escapado a mi sistema de seguridad.

Me colé por la puerta trasera, aunque sabía que él estaría comiendo con algún socio en el restaurante más nauseabundo de la ciudad. Dentro reinaba un silencio especial, aunque tardé un rato en comprender por qué me resultaba tan familiar. Al lado de esta, la casa de Sicilia parecía una maqueta. La reproducción era perfecta. Los azulejos violetas, la pared con cal, las cortinas verde mar… Todo era igual. Subí las escaleras hacia el dormitorio de los niños y, como esperaba, cada esquina evocaba aquella habitación donde mi hermano y yo pasamos tantas horas planeando el envenenamiento. La sensación era tan fuerte que tuve que correr al baño a vomitar. Sabía lo que había detrás del dormitorio colindante. No quería; otra vez no.

Tras meditarlo un rato, me armé de valor, pensando en lo triste que sería no haber sacado provecho de mis últimos ahorros allanando una casa para nada. Poco a poco, abrí la puerta de la réplica del dormitorio de la señora Forbes. Por desgracia, no había ningún policía. Solo el cuerpo de Sigrid sobre un charco de sangre tan perfecto como el que me había atormentado durante todos esos años. Y, de repente, el mundo se volvió loco. Sentí sus ojos en mi nuca. Oía su respiración.

―Te dije que te alejaras. No dejé de advertírtelo, hermano, pero tú no podías dejar los trapos sucios de nuestra familia en el cajón, como hace todo el mundo. ¿O crees que me tragué lo de tu silencio? Se lo contaste a papá. Teníais esa estúpida complicidad… Me ponía enfermo. Y ahora, ¿qué? ¡Mira en lo que me has convertido! ¡Tuve que acabar con todos tus errores!

Estaba descompuesto. Me agarró por las solapas de la gabardina y me zarandeó tan fuerte que pensé que iba a perder el conocimiento. Cuando me soltó y se echó a llorar, pensé que todo había pasado. Que podrían ayudarlo, que todas esas muertes a sus espaldas tenían alguna justificación lógica. No se atrevía a mirarme, pero, entre sollozos, me lo contó todo. Cómo había recordado, meses atrás, la muerte de la señora Forbes. Cómo había recreado su pequeña Sicilia en aquella casa, obligando a Sigrid a dormir sola en aquella habitación. Cómo, la noche de nuestra pelea, había apuñalado a su esposa y había llevado a sus hijos ante el umbral de la puerta, deseando que la vieran allí, muerta. Cómo los había mandado esa misma noche a Alemania, con otra familia, para que vivieran con el dolor para siempre.

Era demasiada información para mí. Me apoyé en la pared sin creer lo que estaba oyendo, desorientado. Aprovechando mi desconcierto, me golpeó con algo en la nuca. Cuando desperté, la policía estaba allí y, a sus pies, el cuerpo sin vida de mi hermano, con una nota de suicidio en la mano. Sentí todos los ojos fijos en mí. Se llamaba Dante y era un cobarde, moreno y, aún, un niño.

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