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Reflexiones de una mente inquieta

Cancelados

Hace tiempo que rumio estas palabras en mi cabeza. No hablo de días ni de meses, sino probablemente de años. Aunque no siempre lo consigo, intento observar el devenir de los hechos que no protagonizo y que no atañen a la decencia humana más esencial (esto es, la que defiende los derechos humanos y el respeto al prójimo) en un escrupuloso silencio, con la misma firmeza con la que procuro guardarme esos «te lo dije» de los que parece alimentarse una preocupante porción de la sociedad. Siempre he preferido abordar mis dudas razonables de tú a tú con quien sé que necesita escucharlas. Luego ya veremos si la realidad me da o no la razón. Por eso —me convenzo— hoy es tan buen día como cualquier otro para hablar de esto que absolutamente nadie quiere leer. Es más fácil no hacerlo, lo sé por experiencia.

En el salón de casa de mis padres, con la tele puesta, pasé mis primeros años de vida observando infinidad de burbujas crecer e hincharse hasta extremos imposibles. ¿Cuánto aguantarían flotando en el aire como si no hubiera una tormenta terrorífica creciendo dentro? ¿Por qué seguíamos empujándolas con las manos como si aquello no fuera una bomba de relojería lista para estallar en cualquier momento? Creo que ellos tenían una parte de la respuesta. Siempre prudentes, llenaban los globos de cada cumpleaños con el aire justo para que la tensión no hiciera reventar la magia. Algo aprendieron de observar el mundo. El caso es que el mundo no debió de aprender nada de ellos, que para mí eran casi profetas, porque esas esferas de mierda de las que hablaban con desenfado a la hora de la cena terminaban siempre de la misma forma. «Esto en cinco años revienta». Y así pasaba siempre. Mi madre ya hablaba con seguridad en el 98 de la crisis inmobiliaria que nos caería encima y yo me pasé la siguiente década viendo como cada una de las cosas que había predicho se cumplían casi al milímetro. Durante un tiempo, pensé que convivía con el oráculo de Delfos. Pero no era eso, no. Tenía delante a dos simples mortales a los que yo habría venerado de cualquier forma, con o sin dotes adivinatorias, pero que compartían un don importante: el de analizar la realidad desde un prisma único y personal que jamás intentaron forzarme a aceptar como herencia. Se podían sacar pancartas de sus ideas, pero sus ideas no salían de leer pancartas. Aquel ecosistema en el que crecí se sitúa a las antípodas de los espacios que hoy construimos con vehemencia a golpe de imagen y tipografía.

El resto es historia: tengo la receta perfecta para pasar toda una vida sufriendo por cosas que no tengo el poder ni las fuerzas de cambiar porque abracé con entusiasmo, de forma inconsciente, aquella fascinación por observar el paso de los trenes. También el desasosiego de intuir cómo descarrilarán, aunque sea a grandes rasgos. La realidad es que muchos de los sucesos que presenciamos a diario son el resultado de las más sencillas reacciones en cadena, pura causa y efecto. Solo hay que sentarse a mirar. Sería tan obvio que dolería si no nos tuvieran permanentemente distraídos con luchas estériles que drenan nuestras energías y, en ocasiones, agotan toda nuestra capacidad dialéctica para que, llegados a este punto, el punto en el que toca levantarse con más ímpetu que nunca para hacer frente a los intolerantes, nos pese un corazón hastiado, rencoroso, desconfiado y cínico. Y a veces caemos en el juego.

Incluso con las intenciones más puras del mundo, nos perdemos en el entramado de una nueva burbuja que esta vez viene en forma de red. Algo pudimos haber inferido del nombre. Las redes se pueden tejer, conectando puntos que de otra manera jamás habrían llegado a unirse y generando cambios esenciales en el mundo, pero también pueden atraparte. Te agarran con fervor y se van comiendo poco a poco todas tus ganas de pensar con sosiego, desde la perspectiva apropiada. En su lugar, casi siempre te enfrentan al otro. Y a veces el otro es un monstruo que merece toda tu furia, pero otras no. Otras es solo un ser moderadamente defectuoso, ciego a sus propios sesgos, igual que tú y que yo. Un tipo mediocre al que quizás incluso ayudaste a aupar un día. Hoy quieres su cabeza en una pica.

La idea es más vieja que el mundo: si subes al pedestal, ten claro lo que implica. Tendrás la cuerda siempre bien atada a la cintura. Solo hace falta un tirón. El problema es que ahora todos somos susceptibles de ser protagonistas. Un comentario ingenioso, un chiste ocurrente, una historia original, el drama del día… Pocas cosas te separan de la fama pasajera, quién te lo iba a decir. Si te descuidas, ya ni siquiera estás en la burbuja. La burbuja eres tú. Solo hay tres finales posibles: o explotas, o te explotan o te desinflas. Mantenerse a flote es casi una quimera. Prepárate para perder la cabeza si no entiendes que eso es así. Pero qué harías sin las manos que te alzan en el aire. Qué harías sin un público que siempre dice sí. Qué harás cuando las uñas crezcan como cuchillos. Piénsalo muy bien.

Total, que todos somos cómplices de esta reacción en cadena en la que lo que se da se quita, a veces con razón y otras por inercia. Hemos empezado a hacernos entre nosotros lo que antes les hacíamos —o dejábamos que les hicieran los medios— a las grandes estrellas en los panfletos amarillistas. Diez años después, aquello nos horroriza tanto que seguimos actuando igual de mal. Erigimos a cualquiera en un líder y luego lloramos desconsolados cuando el ídolo se desmorona. Donde había poder, la muerte es pasajera. Donde había una persona, la cosa no es tan sencilla. Y no creo que sea nuestra culpa: todo en esta sociedad, en este sistema, está construido en torno a un concepto muy concreto del éxito, a una persecución superficial y constante de la notoriedad a toda costa, a cualquier precio, a toda prisa. Luego nuestros ejemplos a seguir se suicidan, entran en profundas depresiones o empiezan a maltratar a todo aquel al que tienen a su alrededor por unos corazones hechos de bits, por un día más de la satisfacción inmediata que produce sentirse escuchado.

No podemos seguir exigiéndonos estos niveles de pureza entre nosotros, los mortales. Tenemos que volver a poner el foco en el crecimiento y en la importancia del conocimiento. Tenemos que hacer que todo el mundo entienda, si acaso, que trabajar para ser mejor es un camino que merece la pena recorrer y no una prueba de obstáculos en la que el primer error será el último. Las redes nos exponen a todos a un escrutinio constante de rectitud y compromiso, poniendo un listón tan alto que pocas personas están capacitadas emocionalmente para alcanzarlo sin acabar sufriendo inevitablemente el revés de la decepción ajena. Quien más y quien menos ha dedicado parte de sus fuerzas a desahogar sus frustraciones antes de plantearse si un grito más al cielo aporta algo nuevo a este debate, a este caso concreto, o si es solo un número más añadido a la turba furiosa de hoy. A veces, la rabia pasada de los que lo hacían todo por la notoriedad choca directamente con la rabia surgida del objeto de indignación de hoy y solo queda el ruido. Somos demasiados diciendo lo mismo y, sin querer, acabamos pisando las voces de la razón, esas que reflejan lo que sentimos nosotros, pero con las palabras correctas.

Tenemos que vencer convenciendo. Tenemos que ser implacables con quienes nos atrapan en sus redes y no con el pobre idiota al que tenemos a medio metro. Apunten al sistema: el sistema les apunta a ustedes. Pídanle a quienes ostentan el poder la mitad de lo que esperan del prójimo en lugar de pensar que hay causas que están perdidas, porque cuanto más erremos el tiro, más perdidas estarán. Azoten a esos personajes turbios que no muestran arrepentimiento, ni intención de cambiar, ni empatía alguna, en lugar de asistir fervorosos a linchamientos digitales. Porque hoy se quema a esa persona que odia usted, pero mañana será su buen amigo. «De ti no me esperaba esto». Quizás es mejor no esperar mucho de personas a las que realmente no conocemos.

La única forma de dejar de cancelarnos es encontrar referentes reales. Mentes pausadas capaces de diseccionar la realidad porque antes han tenido la paciencia de digerirla, pero convencidas por luchar hasta la última de las consecuencias cuando esperar no es una opción. Activistas a pie de calle que no tengan que aguantar por obligación y asociación el peso de la irreflexión ajena. Pero no queremos eso. Queremos la satisfacción de alzar tu cabeza en una pica. Y la queremos para ayer.

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Comentarios

Un comentario

  • “ Somos demasiados diciendo lo mismo y, sin querer, acabamos pisando las voces de la razón, esas que reflejan lo que sentimos nosotros, pero con las palabras correctas.”
    Tremendamente lúcido.
    Un abrazo muy grande.

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