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Reflexiones de una mente inquieta

Historia 16

Mamá entiende mucho de muchas cosas, pero, como casi toda la gente que sabe escuchar de verdad, nunca presume de ello. A veces intenta hablar, pero es demasiado educada para incorporarse sin piedad al carril de una conversación que va a doscientos kilómetros por hora. Desde el asiento trasero, la miro y me pregunto qué estará pensando, de qué reflexión interesante nos habremos privado hoy sin querer entre todos. Sé que no se va a aferrar a esa frase que llevaba cinco minutos preparando en su cabeza y la dejará pasar, pero me gustaría poder sacársela, guardarla y archivarla de alguna forma en un museo de intervenciones perdidas. Tampoco tengo la edad suficiente para comprender por qué siempre sucede esto, pero hay algo que sí sé: en su cabeza hay un engranaje que nunca deja de moverse, sin pausa pero sin prisa. Si entorno los ojos y me concentro, creo que puedo verlo ahí arriba, como tantas otras veces cuando coge un libro de arte y lo hojea como si no estuviera ocurriendo nada trascendental, aunque el brillo de la emoción en sus ojos sea evidente para quien comparte esa misma inquietud por descubrir cosas nuevas y atesorar las antiguas.

Mamá tiene mucho que decir sobre casi todo, pero rumia sus palabras con la misma delicadeza y el mismo sosiego con los que corta su filete en silencio. Cuando acaba de cocinar y se sienta la última a la mesa, a veces por decisión propia y otras no tanto, suspira aliviada. «El sonido de la campana no te deja ni pensar». Lo mismo pasa con la tele y por algo no le gusta demasiado: cada vez más a menudo, se convierte en un circo de voces superpuestas que pretenden tener la razón a toda costa. No queda espacio para nada más que el grito. Cualquiera digiere así la cena, aunque tenga el superpoder de masticar 32 veces cada pinchadita.

Mamá no tiene prisa ni está dispuesta a renunciar a ese privilegio por nada del mundo. Si quieres ya el postre, te lo pides. No la esperes, pero no la agobies. Cualquier ser humano desearía poder demostrar su estoicismo ante la cinta del supermercado, que escupe frenética decenas de productos a un ritmo imposible de seguir. Ella tiene claro que no es un robot embolsador y más vale que los que vienen detrás lo asuman pronto, porque esa frustración colectiva no es en absoluto permeable. Las cosas se hacen con tranquilidad o no se hacen. Pero donde su paciencia se revela infinita es con otras personas. Pasas décadas pensando que algún día estallará, pero no lo hace, porque tiene la capacidad de llevarse muy pocas cosas a la almohada. El rencor no va con ella, pero sufre como tú y como yo, no te creas.

Mamá celebra los logros de toda la humanidad con una fiesta silenciosa que nos recuerda que no somos tan importantes como para andar todo el día haciendo aspavientos. Que hay otras formas de compartir la alegría y que a veces la indignación y la rabia, bien canalizadas, también son necesarias. Te ayuda a recordar que se puede y se debe vivir a otro ritmo, porque el premio es ser como ella. Aunque es casi una proeza, vale la pena intentarlo: hay tesoros que casi nadie parece apreciar, pero eso no los hace menos imprescindibles.

Mamá consigue desafiar todos los tópicos sobre lo que es ser una madre de su edad sin ponerse este hecho por bandera ni creerse mejor que las demás. Es consciente de que está educando a medias con otro ser humano a tres personas y no finge que sean de su propiedad. No tiene ningún interés en meterse en las vidas ajenas ni tampoco en decirles que su fórmula para hacer las cosas es la buena. Entiende perfectamente que todos necesitamos ser libres, incluida ella, y te echa mucho de menos cuando no estás sin hacerte sentir que volver es una obligación.

Mamá no te dice qué tienes que hacer o qué debe gustarte, pero sabe acercarte a las cosas que le roban el corazón sin mediar palabra mientras te observa disfrutar de otras que ni comparte ni entiende desde el respeto más profundo. Es difícil recordarla alterada por nada, pero no creo que nadie pueda describirla como una persona desapasionada. Más bien todo lo contrario. Es su entusiasmo contenido el que, con calma y sin hacer ruido, nos aparta del abismo de la condescendencia y la soberbia para llevarnos hacia un estado en el que es posible aprender algo de casi todo.

Mamá abre uno de sus preciados Cuadernos de Historia 16 y recorta fotos para tu trabajo sobre las civilizaciones antiguas como si nada, porque es así de generosa. Rompe su colección en pedazos para ayudarte a empezar la tuya y la guarda durante años en un cajón como si ambos tesoros pudieran equipararse. Y te mira siempre con orgullo, como si tus méritos no fueran en realidad los suyos.

Hacerme mayor significó ver a mamá con más claridad, mucho más allá de la persona que me cuidaba, me arropaba y me hacía los mejores huevos fritos con patatas. Me hizo entender por qué a veces las mentes más brillantes pasan por la historia de la forma más discreta. Y puede que no sepa que, cada vez que piso un museo y soy feliz, la veo a ella.

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Comentarios

Un comentario

  • ¡Me has hecho llorar mucho, puñetera! No sé si merezco tanto y tan bien expresado. Lo imprimiré y lo guardaré en esa carpeta que tengo en mi cajón de la mesilla, llena de vuestras diferentes maneras de expresaros. Esos dibujos, poemas y relatos que , de vez en cuando, miro, releo y me hacen disfrutar una y otra vez de momentos ya vividos. Los guardo de una manera física por si, un día, me falla el disco duro que protege mi melena y viene a visitarme ese señor de apellido alemán. Muchas gracias hija.

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