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Reflexiones de una mente inquieta

Tic, tic, tic, boom

Me siento como una bomba que nunca termina de detonar. Diría que es un pálpito reciente, pero estos meses he tenido algo que jamás me había sobrado para descubrir que, como de costumbre, estaba equivocada: tiempo para ir siguiendo el rastro de la mecha. Y qué lejos llega. Mi vida es una historia de rabia absorbida, de frustración hacia un mundo con el que no me entiendo y de emociones milimétricamente controladas para proteger a gente que seguramente ni siquiera se lo merece, pero reconozco que ya no puedo más. He tenido suficiente. Lo he intentado, de verdad, pero estoy cansada de llegar siempre sonriente al callejón sin salida al que viene a apuñalarte el resto de la humanidad con su puñetera manía de escoger el egoísmo más tenaz. Y todo por intentar hacer lo lógico, lo correcto.

Cuando era pequeña, expresaba mi frustración hacia las cosas que no comprendía o me dolían con dibujos. Por el hueco de nuestra escalera caían toneladas de cartas hilarantes llenas de faltas de ortografía, garabatos y el más penoso chantaje emocional. El miembro de la familia asignado abría el papel cuya portada era una bomba y leía en voz alta, sabiendo que lo que le esperaba sería antológico: «¡Pum! Estáis todos muertos». Y sí que se morían, sí: de la risa.

Una de mis primeras experiencias como explosivo de nulo rendimiento tiene que ver con la religión. Para una niña de ocho años bastante terca, la idea de tener que demostrar que algo no existe a otra persona muy empeñada en afirmar lo contrario sin ninguna clase de prueba que sostuviera su teoría más allá del sempiterno «es lo que dicen mis padres» era exasperante. ¿Quieres pensar que existen gatos voladores que controlan nuestras vidas sin imponerme tu visión felina del cosmos? ¡Guay! Ve en paz, amigo de las mascotas. Me daba exactamente igual lo que eligieran creer los demás y no tenía nada que decir al respecto. Lo que me volvía loca era aquella lucha incesante por hacerme sentir mal. Vengo a pincharte con mi crucifijo en el ojo, a ver si sangra. ¿Sabías que tú eres la rara? Demuestra que lo que digo no es verdad. ¿Por qué yo? Si yo solo sé que no sé nada, pero ya ves, la opinión que merece respeto es la tuya, mis apreciaciones sobre la efimeridad de la vida no cuentan y mis ideas están totalmente exentas del sentimiento de ofensa, a diferencia de tu apego hacia lo que para mí es solo una fantasía colectiva. Pero jamás me referiré a ella así en voz alta: al fin y al cabo, me enseñaron a ser una niña muy maja a la que sin duda invitarás a tu próximo cumpleaños. Voy a morderme un puño y a devolverte una sonrisa que grita que puedes pensar lo que quieras. Aun así, sientes la necesidad de repetirme en voz alta tu discurso, porque ves en mis ojos el sufrimiento. Y eso mola bastante. Y ahí estoy yo, mientras te vienes arriba y me insultas, extendiendo la mecha otro centímetro un día más.

Por supuesto, al crecer se fueron agotando los rotuladores y las témperas, hasta que la única opción acabó siendo casi autodestructiva: devolver con estoicismo un indiferente silencio a quienes solo se respetan a sí mismos, porque son más, son peores y tienen la energía inagotable del que se sabe siempre en posesión de la verdad. Nunca me ha dado miedo la confrontación, pero tampoco me ha llevado jamás a sentirme mejor, más arropada ni más entendida, así que empecé a navegar por la vida evitando a cualquier persona que fuera incapaz de superar la certeza de que a veces no tienes ni puta idea de cuál es la solución ante un problema… y no pasa nada. Pero es un parche de mierda, porque, tarde o temprano, es la realidad la que te explota en la cara y acabas atrapada en lugares insospechados de los que no puedes escapar sin perder algo importante en el camino de vuelta a casa.

Desde que vivimos este nuevo confinamiento de baja alcurnia, he empezado a tener muchos flashbacks de Vietnam. A sentir otra vez ese peso de responsabilidad horrible e indeseado que consiste en intentar convencer a quien lo tiene ya demasiado claro de que la realidad no es una construcción interesada de terceros poderes, ni una conjura, ni un concurso para encontrar al ciudadano más cenizo o más aprensivo: es solo eso. La verdad. Son hechos probados. Es lo que hay. Y como lo que hay es una soberanísima mierda que no nos gusta, empieza la gimnasia mental. ¿Para justificarte tus actos y decisiones, aunque sepas que están mal? No, hombre, eso es para pringaos: mejor despreocúpate y, de paso, impón tu visión a los demás. Si consigues acorralarlos para que no tengan otra opción que renunciar a la suya, callar y suplir tus necesidades, que son sin duda las importantes, mejor que mejor. No olvides recordarles lo idiotas que son en el proceso, porque, como dicen Los Punsetes, formas parte de ese 90 % de gente que se cree mejor que el resto. No has organizado un sacrificio ritual junto a otras 500 personas, así que sin duda lo estás haciendo mejor de lo que se merecen «ellos». Porque lo haces tú. Y tú controlas hasta lo incontrolable. Estás por encima de la evidencia científica, del bien y del mal. Eres un dios entre insectos.

Los que no seguimos estos pasos tenemos cuatro opciones: estamos locos, somos gilipollas, vivimos amargados o, directamente, tratamos de hacer las cosas bien con el único fin de proteger nuestra valiosísima superioridad moral. Ya sabes, amigo, que las recompensas del programa de puntos para personas que intentan tener integridad y pensar un poco en el resto es extensísimo: puedes elegir entre toda una vida de ostracismo o largas veladas de miradas fulminantes porque has venido a aguar la fiesta de la vida. Qué triste es la tuya. Qué malas decisiones tomas. Qué poco disfrutas, si total, el resto de la gente qué más da, no los conozco, me pillan a desmano. Y entonces haces tic-tac. Vas a explotar. Una cosa es tragar mierda y otra tener que hacerlo mientras escuchas deformaciones demenciales de la realidad. Pero ahí estás, sentada. Alguien ha tocado el puñetero botón que jamás debía pulsar. Pero no pasa nada. Anochece una vez más. Tic-tac.

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