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Reflexiones de una mente inquieta

Días de lluvia

Hará algo más de un año, cuando este blog solo era una idea de esas que flotan sin remedio en mi subconsciente, recibí un correo con un archivo adjunto y una sola frase. «Mira cómo escribías ya con 11 añitos. Besos». La reacción instintiva antes de abrirlo fue pensar que qué iba a decir el remitente, siendo mi padre, y que a saber qué sería y de dónde saldría ese documento misterioso que me enviaba, si como creadora en potencia yo nunca le había dedicado ningún tiempo a esa edad a nada que no fuera el dibujo. Varias carpetas gordísimas llenas de fanart de Ranma ½ antes de que el fanart existiera como concepto lo atestiguan. Y así, con ese espíritu, me preparé para pasar un mal trago.

En mi mente, la escritura nunca había formado una parte importante de mi infancia. La había borrado de mi memoria y la mancha de típex ya era casi inapreciable a estas alturas. Solo recordaba mi primer cuento y cómo lo hice trizas al descubrirlo dos o tres años después. «Son solo niños volviendo de jugar en la nieve y no pasa nada. ¡Es bazofia!». Y ya está. Roto. Bazofia, dice la puñetera cría. Me hacía mucha gracia esa palabra. La usaba para todo: para el puré de verduras, para la gente malvada y para mi obra literaria. No me emociona mucho recordar que, incluso a esa edad, ya era capaz de juzgarme con tantísima dureza. De negarme el derecho a aprender haciendo, porque unos niños en la nieve no eran rival para las historias fantásticas escritas por gente adulta que encontraba en la biblioteca.

Mi otro único recuerdo es de quinto de primaria, del mismo año del que data este misterioso documento. Un concejal del ayuntamiento vino al colegio y nos explicó que habían tenido una idea y necesitaban nuestra ayuda: «entre todos» íbamos a escribir El libro en las ondas, un proyecto genial en el que cada colegio presentaba un trozo de una historia que se iba desarrollando de forma colectiva, sobre la marcha. Una especie de cadáver exquisito que acabó locutado en la radio local semana tras semana, con toda su buena intriga. Y así, con once años, Edelvives convirtió a la mitad de los niños de Rivas en autores publicados. Hay quien se otorga el título de escritor por mucho menos, pero una es de otra pasta. Lejos de animarme, recordaba aquella experiencia con frustración y tristeza. Lo redactamos unos pocos elegidos y no creo que hiciéramos justicia al espíritu de aquella idea.

Cuando te quieres dar cuenta, ya has dibujado con tiza una línea en el tiempo, como si la vida fuera una colección por fascículos. Si pierdes uno, no pasa nada: con el resto te puedes hacer una idea del contenido que falta. Así es como me fui convenciendo con una precisión impecable de que escribir fue una neura que me dio en el instituto, y más tarde en la universidad, gracias a un par de buenos profesores de lengua y literatura a los que, por algún motivo —seguramente equivocado—, les había caído en gracia. Que lo hice simplemente por agarrarme a algo, porque alguien me dijo que podía, por complacer, porque estaba triste y lo necesitaba. Quizás esto último sea lo más complicado de reconocer: que esa línea de tiza también implicaba otras cosas, como creer que he sido siempre dos personas y que una mató a la otra en plena adolescencia. Que habría podido encajar en el rompecabezas de no haber sido por la tristeza de esos años. Que mi personalidad existe solo como reacción a algo. Y entonces dos trozos de papel me enseñaron que estaba muy equivocada.

Supongo que por eso me he sentado encima de esta entrada hasta enterrarla muy al fondo de mi lista de cosas pendientes. No es una historia bonita; como la de los niños en la nieve, ni siquiera sé si es una historia, pero algo me dice que tengo que contarla antes de hacer lo que he venido a hacer. Este texto no ganará nunca un premio Nobel y, como cabría esperar, su calidad literaria es dudosa, pero encierra algo importante: una versión sencilla, sincera y sin adulterar de una persona que siempre ha estado ahí, aunque me empeñe en reescribirla. Esa parte de mí que ahora sé que debe ser irrenunciable, a la que siempre le incomodaron el ruido, las multitudes, los autómatas, las lombrices y los calcetines mojados, pero que apreciaba la soledad, las repeticiones, las frases cortas y el poder extraño de invocar a la melancolía que flota al otro lado de la ventana. La que escribía una be y una uve a la vez por si colaba, como si la ortografía fuera un libro de Elige tu propia aventura. La que vino veinte años después a descubrirme que el mundo no me ha pesado nunca tanto como yo pensaba. Y que no hay que pedir perdón por verlo de otra forma, sobre todo en los días de lluvia.

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Comentarios

5 comentarios

  • Redescubrir viejos tesoros.

  • Ataúlfo Gamonal Coto

    Siempre reconocible para quienes te queremos, siempre lúcida para todos. Sí, ya sé que soy tu padre, pero también tu lector.

  • Brava, Nieves. Maravilla de texto. Me has hecho recordar las fuertes tormentas murcianas en mi etapa escolar, aquellos extraños días de lluvia en el colegio e instituto en el semi-desierto del levante. Mirar por la ventana y pensar: ojalá pudiera quedarme allí, respirar ese olor a pleno pulmón, recibir gotas salpicadas en el pequeño espacio abierto. Y salir a corretear. A algunas nos gustaba calarnos de olor a tierra mojada. Y aún.

    • Nieves Gamonal

      No hay mayor piropo que haberte podido transportar a algún sitio. Si es a la huerta murciana, ni te cuento. Muchísimas gracias por leerme, Ali. Y aún.

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