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Reflexiones de una mente inquieta

El encuentro

Pensaba que, a su edad, no tenía la obligación de interesarse por aquel lugar. Sabía perfectamente lo que quería y, desde luego, estaba bien lejos del Louvre. Le habría gustado ser uno de esos niños que se cogen de la mano de sus padres casi por instinto y levantan la mirada con una sonrisa inocente o la boca abierta esperando alguna respuesta a las preguntas «¿Este techo llega hasta la luna?» o «¿Cuándo vamos a por helado?», según la hora del día. Montar un espectáculo sonoro al estilo operístico en medio del pasillo, dejando su peso muerto y gritado como si le fuera la vida en ello, tampoco habría estado mal. Ser un niño apático no tenía ninguna ventaja.

La visita parecía interminable y hacía rato que se había aburrido de contar japoneses. Su madre había decidido ponerse en modo enciclopedia y no paraba de hablar de un tal da Vinci y otros nombres que no recordaba. Le tocaba el turno a la Victoria de Samotracia. Samotracia. Sonaba fatal. Samotracia. Si lo pensaba una y otra vez, su cerebro se desconectaría, segurísimo. Lo que no sabía, ni podía intuir, era lo equivocado que estaba.

Al entrar en la sala notó que algo iba mal. Abrió la boca. Miró al techo. Cogió la mano de su padre. No dijo nada. Subieron las escalinatas de mármol y se detuvieron en el último peldaño, justo debajo de la enorme bóveda que la iluminaba. Allí estaba, en ella. Todo lo que en realidad quería, tallado en piedra, lo tenía la figura más perfecta del mundo. La proa de un barco invisible. Las alas de la paciente espera. La seda contra el cuerpo, el fallecido movimiento. La vida en lo inerte.

La miraba con ilusión, sí, pero le recorría aquel sentimiento de derrota tan extraño para un niño. Porque él era el barco invisible y ella veía el mar en su lugar. Malditas fueran las olas y el viento; malditas fueran las épocas, los carretes y los lienzos. Malditas las miradas de aquel museo que olvidaban al barco.

Si la Victoria tuviera ojos, más allá del insonoro latido de su corazón de piedra, sin duda le devolverían la mirada. Si la Victoria pudiera hablar, gritaría que no quiere ver pasar otro siglo más, que está ya harta de las olas y el viento. Que quiere ser el barco que navegue a la deriva. Si la Victoria recordara el movimiento, podría arrancarse sus pesadas alas para nadar entre velas hacia un horizonte eterno.

Si el uno fuera el otro, la sensación sería la misma. La de la pieza que falta en un puzle que ya tiene colocadas nueve mil novecientas noventa y nueve.

Si su mano fuera consciente de la importancia del encuentro, jamás habría apartado la mirada de su hijo de aquella sala.

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¡Nadie ha dicho ni pío!

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